lunes, 7 de julio de 2008

Fábula del lobo arrepentido.






Se cuenta que, hace muchos años, hubo una manada de lobos que asolaba la región y que todas las mañanas algún pastor, con los ojos arrasados por la ira y las lágrimas, clamaba al cielo al descubrir su rebaño atacado y muerto.
Una odiosa bestia era el jefe indiscutible del clan, y tras cada noche de sangre y muerte, solía reunir a sus compañeros de matanza para decirles, con una voz profunda y ronca que a todos atemorizaba:

-Nunca hemos de dejar ni una oveja viva, la comamos o no: si respetásemos alguna, creerían que somos débiles como ellas. Y creedme que si ellas pudiesen, seguro que seríamos nosotros las víctimas.

Y tras cada uno de sus terribles discursos, el resto de la manada rompía en aullidos de delirante alegría, las fauces abiertas en risas dementes, los afilados colmillos aún goteando sangre.
Pero, entre todos los lobos, había uno que nunca reía. Uno que, envuelto en aullidos regocijados por la carnicería, dejaba escapar un triste llanto apenado por haber participado en causar tanto daño.
Era un lobo aún muy joven, de aspecto débil y sin la fiera belleza de los lobos, que desagradaba al resto de la manada por tener la mirada triste y melancólica, y no torva y siniestra como ellos; que era despreciado por todos por haber comentado, en más de una ocasión, que un verdadero lobo sólo puede decir que es fuerte si utiliza su fuerza para ayudar a los más débiles, y no para causarles dolor.

Pero aquel amanecer su llanto le traicionó, y toda la manada se giró, ofendida, hacia el único lamento que se oía en el grupo. Callaron de repente todos, con sus miradas inyectadas en odio y los colmillos reluciendo ante el primer sol de la mañana.
Y lo expulsaron de la manada. En inmediato juicio se le condenó a vagar en solitario, y él lo aceptó de buen grado porque no estaba dispuesto a seguir haciendo daño a ningún otro ser, y menos a las pobres ovejas, tan bellas, tan delicadas y desamparadas. No creía que humillarlas fuese la prueba de que el lobo era más fuerte ni mejor que ellas. Estaba convencido de que lobo y oveja podían convivir en paz.
Se alejó llevando la voz de trueno del jefe de la manada aun resonando en sus orejas:

-Vete de nuestro lado y no vuelvas jamás. Para nosotros, dejaste de ser un lobo. Si tanto te importan las ovejas, ve con ellas: pero si a su lado te encontramos, nuestra ira con ellas sufrirás.

Sintiéndose feliz por haber dejado de ser uno más de la manada y dispuesto a empezar una nueva vida, encaminó sus pasos hasta los pastos verdes, donde sabía que llevaban a apacentar a sus ovejas los pastores de la comarca.



Las miró, de lejos y a escondidas, para que no le viesen los hombres, meditando las frases que utilizaría al acercarse a ellas.
Con ternura las observó, deleitándose con su bella inocencia, asombrándose de que aquellos delicados seres de un blanco luminoso diesen tanta sensación de pureza, de candor: lamentando con amargura haberlas hecho daño, tantísimo daño, hasta ese día. Pero todo iba a cambiar, porque él había cambiado.

Estuvo la jornada entera observándolas, pensando muy bien todas y cada una de las palabras que emplearía para decirles que quería ser su amigo, que él las respetaría y las ayudaría. Hasta que, al caer la tarde, los pastores las recogieron y las llevaron al redíl.
El buen lobo las acompañó durante todo el camino, a escondidas, siguiendo un trayecto sinuoso para que los hombres no le descubriesen, entre zarzas y espinos que le arañaban las patas y le laceraban el vientre.
Pero, aun así, llegó antes que ellas y en su furtiva espera dedicó el tiempo a recoger unas flores silvestres que, según pensó, serían un bonito detalle.

Cuando la noche llegó y la oscuridad le ocultaba de cualquier mirada, el lobo se acercó a la puerta del redíl, y la golpeó con su pata. Dentro se oyeron murmullos, ruido de pasos que se apartaban de la puerta, e incluso algún gemido asustado. Más nadie contestó a su llamada.
El lobo volvió a llamar, esta vez dando varios golpes, y por fin una voz le preguntó desde el interior:

-¿Quién llama a nuestra puerta?

-Soy un lobo que quiere ser vuestro amigo -contestó- Ahora abriré la puerta y entraré. No os preocupéis, ni os pongáis nerviosas. Tan solo quiero hablaros.

Adentro tronaron los chillidos de pánico, los cientos de patas que corrían de un lado a otro y el lobo, temeroso, les dijo para tranquilizarlas:

-No hagáis tanto ruido, os lo ruego. No tenéis nada que temer; vengo solo y vosotras sois demasiado numerosas para que un solo lobo pudiese atacaros. Pero no son esas mis intenciones; tranquilizaos, por favor, y permitidme entrar.

De repente se hizo el más absoluto de los silencios, y tras un breve momento en el que se oyeron algunos murmullos, una voz le preguntó:

-¿De verdad no quieres nada más que hablar con nosotras?

-Si, nada más que eso. Tengo algo importante que deciros.-respondió el lobo-




Durante bastante rato se escuchó el rumor de muchas voces, incluso algo que parecían risas, y finalmente la voz que había hablado con el lobo le dijo:

-Te permitiremos entrar porque, aunque no te has dado cuenta, justo al lado de tu hocico hay un agujero por el que una compañera te está vigilando. Vemos que vienes solo, y como aquí habemos más de doscientas ovejas, nos podríamos defender de ti si se te ocurriese atacarnos. Entra, que también tenemos algo que decirte. Pasa, pasa…

El lobo sonrió alegre, abrió la puerta con muchísimo cuidado de no hacer demasiado ruido, y entró. Las ovejas se habían agrupado en torno a la puerta, formando un círculo que se cerró al llegar el visitante al centro del redíl. Una vez allí, el lobo se detuvo, dejó con suavidad las flores en el suelo, se sentó sobre sus patas traseras y con una amplia sonrisa comenzó a hablar:

-Queridas amigas: lamento de verdad que mis hermanos os ataquen. He venido a veros porque quiero ayudaros, y ser vuestro amigo. Yo…

-¡Calla! - le interrumpió la oveja con la que había hablado a través de la puerta, y que estaba justo delante suyo -¡No nos interesa nada de lo que nos quieras contar!

-Pero yo…

-¡Te he dicho que te calles! ¿De verdad creíste que queríamos escucharte, que deseábamos hablar contigo, un lobo de los que ha maltratado, humillado y hecho tantísimo daño a nuestras hermanas?

El pobre lobo comenzó a temblar, confuso. Y entonces se dio cuenta de que todas las ovejas le miraban con los ojos inyectados de odio, con una sonrisa torva, con una expresión de crueldad como sólo la había visto en su manada, en su antiguo jefe.

-Oídme, por favor: solo quiero deciros… acertó a murmurar, antes de volver a ser interrumpido.

-¡Cállate!: ¿Cómo te has atrevido a venir aquí? ¡No nos lo podemos creer! ¡Con la de veces que habíamos soñado podernos vengar de vosotros, los fuertes, los prepotentes, los que desde tiempos inmemoriales nos han producido todo el dolor que han querido! ¡Y ahora tú, tan loco, tan tonto, nos brindas la oportunidad de devolver aunque solo sea un poco de todo ese daño!


-¡Escuchadme, por piedad! ¡Yo sólo quiero ser vuestro amigo! De verdad que me arrepiento mucho de…

No le dio tiempo a decir nada más. Varias ovejas le cocearon el vientre y otras le mordieron las patas mientras muchas le embestían a la cabeza.

Le empezaron a llover golpes y mordiscos desde todas partes. El rebaño entero le atacaba enloquecido una y otra vez, y el dolor se hizo insoportable; no tanto por el brutal ataque, que ya le había arrebatado un colmillo y le hacía sangrar por numerosas heridas, como por el terrible desconsuelo que invadía su corazón.

No se defendió ni devolvió ninguno de los cientos de golpes que recibió. Tan sólo pensó en escapar, en ganar la puerta entre el vendaval de coces, mordiscos y cabezazos que ya le habían roto varias costillas.
Jadeante, a rastras, llegó hasta la salida y entonces vio que estaba todo perdido: por el camino ascendían las luces de las antorchas que traían los pastores, alarmados por el monumental estruendo.

Intentó correr hacia la oscuridad del bosque cercano, hacia su última oportunidad de salvarse, pero dos estampidos que iluminaron la noche, que le llenaron dolorosamente de plomo la cabeza, que hicieron que cayese de costado con la mirada teñida de sangre, se lo impidieron.
Aquellos dos disparos y los insultos y las risas de las ovejas, que en la puerta del redíl miraban la escena, fueron lo último que el pobre lobo escuchó antes de morir en un charco formado por su sangre y sus lágrimas.

A la mañana siguiente su cadáver, a lomos de una mula, era exhibido como un trofeo por los pastores que le dieron muerte. Los aldeanos escupían, insultaban, golpeaban el cuerpo ya deforme, a base de mil vejaciones, del triste ser que no quiso aceptar el papel que le había asignado la naturaleza.
Y mientras, en la aldea vecina, los hombres lloraban, clamaban al cielo y perjuraban impotentes, al descubrir sus rebaños aniquilados esa misma noche por una manada de lobos que había matado, incluso, a las ovejas que no pudo devorar

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